Imagina un científico innovador que un día dice “he creado una máquina en la que tú metes naranjas valencianas y te salen coches americanos”. La gente en un principio se ríe de él y piensan que está loco, que de naranjas no pueden salir coches. El científico invita a otros inventores a su fábrica para que puedan ver como al meter naranjas por un lado, salen coches por otro. Nadie se podía creer que hubiese desarrollado una tecnología tan revolucionaria que fuese a traer tanto progreso—¡naranjas por coches!—. Un buen día, un periodista llega y se cuela en la fábrica. Lo que ve es un puerto en el que el científico carga un barco español con naranjas y descarga coches de uno americano. El gobierno se entera y le cierra la compañía y denuncia por haber violado todas las reglas del comercio internacional. Lo que antes era una tecnología revolucionaría digna de admirar, ahora es algo a prohibir.
Esta es una de las maneras en la que Bryan Caplan defiende el libre comercio, una que me gusta especialmente. Caplan con este cuento pretende hacer ver que el comercio internacional puede verse como una tecnología: el científico sí que transformaba naranjas en coches.
Cuando utilizamos tecnologías nuevas entendemos todos intuitivamente que nuestra calidad de vida mejora. Es mejor la lavadora media del mercado de hoy que la de hace 50 años. Lo mismo con el comercio, es una máquina de transformar unos bienes por otros y de mejorar la calidad de vida de aquellos que utilizan la tecnología. Limitar el comercio con otros países es decir “queremos deshacernos nuestros smartphones y volver al Nokia 1100”.
El proteccionismo equivale a que cada país se bloquee a sí mismo. “Queremos sitiarnos dejando pasar una pequeña parte de todo lo que podría entrar y podríamos consumir”. El asedio puede ser una buena táctica de guerra, pero imponérselo a uno mismo, es, cuanto menos, estúpido.