Thomas Macaulay era un pensador inglés del siglo XIX. Durante años publicó largos ensayos para el Edinburgh Review. Una de sus reseñas más importantes vino cuando escribió sobre Sir Thomas More, una de las obras de Robert Southey, su rival ideológico y colaborador del Quarterly Review. En 1830, contestando a la visión pesimista de Southey, dice Macaulay:
Si profetizáramos que en el año 1930 una población de cincuenta millones de habitantes, mejor alimentados, vestidos y alojados que los ingleses de nuestro tiempo, cubrirá estas islas, que Sussex y Huntingdonshire serán más ricos que las partes más ricas del West Riding de Yorkshire lo son ahora, que el cultivo, rico como el de un jardín de flores, se llevará hasta las mismas cimas de Ben Nevis y Helvellyn, que máquinas construidas sobre principios aún no descubiertos estarán en todas las casas, que no habrá carreteras sino ferrocarriles, que no se viajará sino a vapor, que nuestra deuda, tan enorme como nos parece a nosotros, parecerá a nuestros bisnietos una carga insignificante, que podría pagarse fácilmente en un año o dos, mucha gente nos creería locos. No profetizamos nada, pero decimos esto: Si alguien le hubiera dicho al Parlamento que se reunió perplejo y aterrorizado tras el crack de 1720 que en 1830 la riqueza de Inglaterra superaría todos sus sueños más descabellados, que los ingresos anuales igualarían el principal de esa deuda que consideraban una carga intolerable, que por un hombre de diez mil libras que viviera entonces habría cinco hombres de cincuenta mil libras, que Londres sería el doble de grande y el doble de poblada, y que, sin embargo, la tasa de mortalidad habría disminuido a la mitad de lo que era entonces, que la oficina de correos aportaría más al erario público de lo que el impuesto sobre el consumo y las aduanas habían aportado juntos bajo Carlos II, que las diligencias irían de Londres a York en veinticuatro horas, que los hombres tendrían la costumbre de navegar sin viento y empezarían a montar sin caballos, nuestros antepasados habrían dado tanto crédito a la predicción como a los Viajes de Gulliver. Sin embargo, la predicción habría sido cierta. A casi todos los hombres les parece que el estado de cosas en el que están acostumbrados a vivir es el estado de cosas necesario. Hemos oído decir que el cinco por ciento es el interés natural del dinero, que doce es el número natural de un jurado, que cuarenta chelines es la calificación natural de un votante del condado. De ahí que, aunque en todas las épocas todo el mundo sabe que hasta la suya se han producido mejoras progresivas, nadie parece contar con que se produzcan mejoras durante la siguiente generación. No podemos probar con certeza que estén equivocados quienes nos dicen que la sociedad ha alcanzado un punto de inflexión, que hemos visto nuestros mejores días. Pero así lo han dicho todos los que nos han precedido, y con la misma razón aparente. ¿Con base en qué principio, cuando no vemos más que mejoras en nuestro pasado, no esperamos otra cosa más que deterioro delante de nosotros?
Macaulay estaba en lo cierto y Southey se equivocaba. Tiempo después, Julian Simon estaba en lo cierto y Paul Ehrlich se equivocaba. Apostar contra el crecimiento económico, contra el ingenuo humano, contra la mejora de la sociedad, suele traducirse en derrota. Ser optimista del largo plazo te hace ganar apuestas. Si tuviera que predecir cómo será la vida de aquí a cien años diría que tendremos una manera más eficiente de producir electricidad (aunque esta siga consistiendo en calentar agua, generar vapor de agua y hacer que pase por una turbina para que haga girar un generador) y que viviremos mucho mejor aun con dos o tres veces más población.
Macaulay concluye con lo siguiente:
No es por la intromisión del ídolo del Sr. Southey, el Estado omnisciente y omnipotente, sino por la prudencia y la energía del pueblo, por lo que Inglaterra ha avanzado hasta ahora en la civilización; y es a la misma prudencia y a la misma energía a la que miramos ahora con consuelo y buena esperanza. Nuestros gobernantes promoverán mejor la mejora de la nación limitándose estrictamente a sus propios deberes legítimos, dejando que el capital encuentre su curso más lucrativo, los productos básicos su precio justo, la industria y la inteligencia su recompensa natural, la ociosidad y la insensatez su castigo natural, manteniendo la paz, defendiendo la propiedad, disminuyendo el precio de la ley y observando una estricta economía en todos los departamentos del Estado. Dejemos que el Gobierno haga esto: el Pueblo seguramente hará el resto.