Incluso los déspotas aceptan la excelencia de la libertad. La simple verdad es que desean conservarla para sí mismos y promueven la idea de que nadie más es digno de ella. Así pues, nuestra opinión sobre la libertad no revela nuestras diferencias, sino el valor relativo que concedemos a nuestros semejantes. Podemos afirmar con convicción, por tanto, que el apoyo de un hombre al gobierno absoluto está en proporción directa al desprecio que siente por su país.
El pasado 20 de noviembre entrevisté a Will Ogilvie en mi canal de YouTube sobre Alexis de Tocqueville.
Tocqueville viaja a América con la excusa de estudiar su sistema penitenciaro, pero lo que buscaba realmente—o lo que se convirtió en el principal objetivo de su viaje—fue analizar cómo y por qué funcionaba la democracia en este país y cuáles eran las consecuencias de esto. Muchos lo toman por un gran crítico de la democracia y, aunque en partes es cierto, a veces se queda muy atrás, seguramente nublado por su ilusión de que funcione bien.
Algunas de las reflexiones que más interesantes me han parecido y que quiero compartir son aquellas críticas con la democracia (estoy sesgado pues soy antidemócrata). Según Tocqueville, en los pueblos democráticos crece la dependencia por el Estado mientras se elimina el asociacionismo. Tocqueville observó esto en Francia, donde, al igual que en el resto de Europa, las monarquías tradicionales fueron creciendo junto al Estado, eliminando el papel de contrapeso que jugaba la aristocracia y, en concreto en el caso de Francia, tras la revolución francesa, el Estado fue absorviendo las administraciones, llegando Tocqueville a comparar la hostilidad del Leviatán hacia la sociedad civil con la de la monarquía con la aristocracia.
El estado, por su parte, ama la igualdad y la promueve en la medida de lo posible, es decir, tanto como los ciudadanos democráticos lo hagan—los cuales, al verse iguales ante la ley, tendrán la tentación de igualar al resto a nivel material también—y suprimirá aquello que la mayoría desee. El despotismo democrático, decía Tocqueville, es leve. No frustra los deseos de la gente, satisface los peores de la mayoría. Y el peor deseo de la mayoría no es otro sino la igualdad, por la que aceptarán alegremente perder su libertad decreto a decreto sin oponerse ello—de hecho, sin darse cuenta de ello. Yo creo que no solo la igualdad, sino la seguridad, el ciudadano medio no busca ser libre, sino tener un buen amo.
Así, los pueblos democráticos se convierten en una “multitud de hombres semejantes e iguales [...] procurándose los pequeños y vulgares placeres con los que llenan sus almas”. El Estado “eleva un inmenso poder tutelar” por encima de ellos para ahorrarles “la molestia de pensar y el dolor de vivir”. Los pueblos democráticos no pierden su anhelo por libertad del todo, solo que como también necesitan ser dirigidos, se contentan con la ilusión de poder elegir a quienes les van a gobernar. El Estado se convierte así en el pastor de un rebaño de dóciles siervos.
El peligro que los que todavía buscan la libertad aún en la democracia tienen—tenemos—que combatir es el del poder social de la mayoría sacrificará los derechos de los individuos por el bien común.
En la democracia, Tocqueville encuentra dos tendencias, “dos ideas contrarias pero igualmente fatales”: los defensores de la democracia temen a su libre albedrío, sintiendo así miedo de sí mismos; y que la democracia lleva a la servidumbre y sus partidarios desesperan de seguir siendo libres y adoran en secreto el despotismo que creen inevitable.